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El Movimiento 26 de Julio y la Conspiración Militar

Fecha: 

15/05/1956

Fuente: 

Aldabonazo, Órgano del Movimiento Revolucionario 26 de Julio

 

Las palabras del comandante Borbonet: «Nuestros planes eran en defensa de la patria y del ejército. Queríamos devolver a las fuerzas armadas a su función en los cuarteles y sustraerlas a su intervención en la cuestión política del país. Queríamos evitar para siempre las pandillas de turno que asaltan el poder. Queríamos que el pueblo viera a los militares como hermanos y no como enemigos al servicio personal de los gobernantes de turno», son quizás las palabras más inteligentes, más hermosas y más viriles que han pronunciado los labios de un militar cubano desde que terminó la contienda de la independencia. No se puede menos que creer en la absoluta sinceridad de un hombre que tan dignamente habló ante un consejo de guerra sumarísimo.

No conspiraron contra la constitución, ni contra un régimen que fuese producto de la voluntad popular, ni intentaron un golpe a ochenta días de unas elecciones generales; todo lo contrario, querían la plena vigencia de nuestra carta magna, el restablecimiento de la soberanía popular y elecciones generales; inmediatas, sin Batista, como quiere el pueblo. Eso lo reconoció hasta el propio Blanco Rico ante el tribunal de guerra. ¿Qué derecho tienen a llamarlos traidores detestables y vendepatrias los que subieron al poder sobre las espaldas de los soldados a la sombra de un cuartelazo militar? ¿Es que los soldados de la república son buenos cuando derrocan la constitución en beneficio de una camarilla sin votos ni prestigio, y son malos cuando quieren derrocar la camarilla en beneficio de la constitución? Si los oficiales del 3 de abril fuesen traidores, ¿qué fueron entonces los oficiales del 10 de marzo? ¿O es que toda la lealtad se la deben los militares a un hombre que ha oprimido durante quince años a la nación en una larga carrera de enriquecimiento personal y despotismo, y ninguna a la república, ni al pueblo, ni a la patria que los cobija en su bandera y los sostiene con el sudor de sus hijos? ¿Qué delito han cometido? ¿Qué moral tienen para condenar el golpe militar los que mediante un golpe militar subieron al poder? ¿Cómo pueden sentarse en un tribunal los que dieron el golpe el 10 de marzo para juzgar a los militares del 3 de abril?

Yo no defendería a ninguno de esos oficiales si sobre ellos pesara la menor tacha de infamia. Sé, como todo el pueblo, de los hombres que aprovechando la circunstancia de su mando se han enriquecido explotando el juego ilícito o el contrabando o cobrándoles gabela a distintas empresas o personas; sé, como todo el pueblo, de los que han cometido crímenes espantosos sobre cubanos inermes e indefensos o a última hora se pusieron a coquetear con el tirano Trujillo. Y me pregunto:

¿Cuál de los militares sentenciados ha explotado el juego ilícito? ¡Ninguno! Los que explotan el juego ilícito están en la calle.

¿Cuál de los militares sentenciados ha ejercido el contrabando? ¡Ninguno! Los que explotan el contrabando están en la calle.

¿Cuál de los militares sentenciados es dueño de un hotel o de una barra o de un reparto adquirido con el saqueo de estos cuatro años? ¡Ninguno! Los que disfrutan de suculentos negocios están en la calle.

¿Cuál de los militares sentenciados ha asesinado a un compatriota nuestro o lo ha desaparecido o lo ha torturado sin piedad? ¡Ninguno! Los peores criminales están en la calle.

¿Cuál de los militares sentenciados ha conspirado con Trujillo? ¡Ninguno! Los que la voz del pueblo señaló en contubernio con el déspota dominicano están en la calle.

«La tiranía fomenta las virtudes que la destruyen». Y las virtudes de nuestros compatriotas se han ido robusteciendo en estos cuatro años de cruenta lucha. Los estudiantes avanzan en oleadas, sin miedo a la muerte, ante las descargas de la policía; los obreros defienden sus derechos en la calle a golpes de coraje; los militares de honor declaran sin temor su pensamiento rebelde ante un consejo de guerra sumarísimo. Son las ideas que germinan. La prédica patriótica, el reclamo incesante de libertad, de respeto a los derechos humanos, la aspiración de un destino grande para el pueblo y la nación cubana, en el disfrute justo y equitativo de los maravillosos dones de su privilegiada naturaleza, que ha sido el sueño de tantos revolucionarios que han dado la vida sin verlo cumplido, que con el patético acento de su inolvidable aldabonazo, reclamó Chibás en el postrer aliento de su vida, que fue el ideal y la meta del centenar de hombres que han caído en esta lucha, ha penetrado, al fin, más allá de los muros de los cuarteles y se está apoderando del corazón de los soldados, sobre cuyos hombros, sobre cuya sangre, sobre cuyos sacrificios, un puñado de ruines vividores han querido sustentar sus odiosos privilegios.

La voz de los militares se ha hecho oír ya, y han dicho que quieren restablecer la democracia en nuestro país. Pero esto no basta para satisfacer las aspiraciones de nuestro pueblo. ¡Democracia solo, no! ¡Democracia y además, justicia! La república donde cada cubano sepa leer y escribir, donde cada compatriota tenga una ocupación decorosa para ganarse la vida, donde el obrero participe de la riqueza que produce con su trabajo, donde el campesino que la trabaja sea dueño de la tierra; donde no se discrimine al negro, donde cada familia pueda vivir en un hogar decente, donde todo enfermo tenga hospital y medicina, donde cada empleado público, cada maestro y cada servidor del estado, civil o aforado, tenga un sueldo digno, donde no se robe el dinero que debe invertirse en beneficio de todos, donde no quede impune la malversación y el crimen, donde no pueda comprarse ni venderse un voto ni una conciencia; la república con menos ricos y menos pobres como escribió en Bohemia, un brillante articulista; que todo esto es posible cuando haya gobernantes con vergüenza y capacidad y cese de ser el afán de enriquecimiento la suprema aspiración de los funcionarios públicos. Esa sería la verdadera revolución, la única revolución posible, la revolución justiciera y limpia, que desde sus raíces, sobre principios y sobre ideas, eche los cimientos de la patria nueva. A esa revolución podemos marchar juntos civiles y militares. A otra no, porque no queremos que la histo-ria futura de Cuba sea la repetición infructuosa de los desengaños pasados.

El esquema de la vida y la muerte de un régimen que no tuvo razón histórica de ser se puede ya trazar. La sensación de culpa e inquietud entre los que han estado medrando, enriqueciéndose y perpetrando todo género de horrores a su sombra, ha de ser tre-menda. Porque lo que parecía eterno para ellos, toca ya su fin. Y toca su fin porque lo que no debió ser, lo que no puede ser jamás en nuestra patria, es imposible que perdure.

Los que desoyeron las lecciones de la historia, los que creían que sobre un pueblo como el nuestro se podía enseñorear el despotismo, los tercos, los que aferrados al disfrute de una situación que es insostenible le negaron al país todas las salidas y despreciaron con arrogante soberbia el reclamo angustioso de la nación cuando aún era a tiempo para ellos, tendrán que pagar ahora las consecuencias de su absurda ceguera afrontando la más ignominiosa de las formas que tiene un régimen para desaparecer que es su caída brusca y estrepitosa. Cuando un pueblo entra en revolución, cuando la nación entera conspira contra un régimen y no se conforma ya con otra solución que no sea inmediata y radical de su problema político y social, nadie puede detener el curso de los acontecimientos.

La inconformidad ha permeado ya a todos los sectores del país; los militares han aprendido cuánta simpatía pueden ganar en el pueblo cuando se ponen al servicio de la patria, y el régimen quebrado por su base está al borde del colapso.